28/1/15

Cualquier cementerio es una ciudad inventada, una broma que asumimos con el fin de saber que más allá de la no existencia hay un lugar físico al que acudir por si el recuerdo de los que ya no están desaparece. La vanidad de este hecho se contrapone a la humildad de asumir que la musculatura de la memoria no es eterna. Lo pensaba viendo las fotografías que hizo mi amigo Luis Barrón en el cementerio de La Almudena. Analizadas en conjunto podrían ser una novela, o yo al menos la leí así mientras pasaban en la pantalla del ordenador, una narración oscura y real de esas ciudades que inventamos para sobrevivir. La civilización es una tabla de gimnasia colectiva a la que reducimos todo. Llega hasta la muerte o puede que empiece por ella, como esos relatos que eligen el final para arrancar a contar y luego hacen salto en el tiempo para que comprendamos de dónde viene todo. Quizá esta organización estética y urbanística de los que van muriendo sea un signo de inteligencia o un amotinamiento popular contra la biología. Quién sabe. Uno coge una cámara y dispara. Otro coge otra máquina y escribe. Quizá estos empeños vayan al mismo saco que las estatuas funerarias de mujeres que ponen flores sobre una tumba y a la vez parece que le lancen un mensaje al tiempo: no, aún no, todavía estoy aquí.

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