15/10/14

El Dr. Arturo López, especialista en dietas, me manda un email invitándome a que pierda cuarenta kilos. Me dice: ‘Hola Luis’, con un tuteo ya establecido por la comercialidad campechana y su teoría de que la mejor música para los oídos es nuestro propio nombre. Trato de imaginar el mío flotando en una constelación binaria de datos, igual que esos dibujos de hace siglos que se animaban al pasar deprisa las páginas de un libro. Y veo mi rostro, frontal, con la mirada ausente por pertenecer a una época tan rara y a la vez feliz de que un desconocido se aventure cordialmente a que me desprenda de algo menos de la mitad de mi peso. Puede que el doctor se llame Antonio en vez de Arturo y sea mercader y me escriba desde Venecia y crea que mi nombre real es Bassanio, lo que no descarto. Serían alrededor de ochenta y ocho libras de mi carne en pago de algo que todavía no sé. Quizá en el próximo correo sea más explícito, o quizá se canse y comprenda que, al no acercarme a su clínica, la máquina que le dijo mi nombre al oído se equivocara.

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