9/9/14

La lengua

El sitio era el que aparece casi siempre en todos los sueños: Miami pero con un solo edificio de unas vente plantas frente al mar. Había luna grande esa noche, sí, enorme y completa, con el aspecto que tiene un trozo de queso fresco que lleva varios días fuera de la nevera. Él y su amigo estaban entre la planta diez y la quince, en la terraza. Su amigo tenía el cuerpo completamente atado con cuerdas, una momia, un capullo, los brazos, las piernas, todo menos la cabeza. Los nudos estaban muy bien hechos. No eran obra suya. Alguien antes de la función se habría ocupado, un marinero viejo, uno del circo, un militar que hubiese calculado la presión exacta para inmovilizarle pero que siguiese respirando. Su amigo no parecía agobiado. Le dijo que tenía que construir un tobogán, una rampa, algo así como una lengua para lanzarle a la piscina que había abajo. Era muy pequeña y alargada. Se asomó para calcular a ojo las probabilidades de que su amigo cayese al agua sin matarse. ¿Por qué querría algo así? Le preguntó que por qué quería algo así y otras cosas que ya no recuerda, tampoco las razones exactas de su amigo. Simplemente quería hacerlo, quería que construyese una lengua de algún material fiable que le permitiese caer exactamente en la piscina. Le dijo que no era ingeniero, ¿no ves que no soy ingeniero? Ninguno de los dos lo somos, no podré calcular la distancia ni puedo saber si llegarás con vida allí abajo. Hazlo, le contestó, no tengas miedo. Tú sólo recorre el mundo intentando averiguar cómo debe ser esa lengua. Constrúyela y la traes. Yo no me moveré de aquí. Hizo caso a su amigo y se marchó a recorrer el mundo como se recorre en casi todos los sueños: primero a la derecha y luego te hundes por los agujeros que encuentras, así llegas a sitios que se parecen mucho a Venecia, a Toronto, a Phoenix y a otros que no conoces pero en los que te atienden con una amabilidad exagerada y te escuchan y crees que van a resolverte el problema hasta que de pronto se esfuman y vuelves a estar en Venecia y nadie sabe cómo construir una lengua para que tu amigo se demuestre algo o para que te lo demuestres a ti mismo utilizándole de excusa. Cuando crees que no lo vas a conseguir te tumbas en el suelo y lloras. Estás mucho tiempo así. Unos pájaros muy raros beben de los regueros de tus ojos. Beben y luego sacan pecho y estiran la cabeza para hacer que están bebiendo en otro sitio, un manantial mitológico, quién sabe, cualquier sitio mejor que de lo que sale de un hombre tumbado. Lloras tanto que ya no recuerdas si lo haces por tu amigo o por la soledad de haber recorrido el mundo sin que nadie te escuchara. Sólo quieres construir una lengua fiable para que se tire del edificio sin matarse. Pronto amanecerá, te dices. Ya nunca podrás hacerlo y él seguirá para siempre atado y esperando. Cuando creía que todo había acabado aparece un hombre con un plano. Son las piezas de la lengua. Las recorre con su dedo. El hombre huele a tabaco negro al hablar. Sabe lo que dice. Todo en él parece antiguo, calmado. Ha traído herramientas y una plancha del material idóneo que corta ante ti con un rayo que sale de su ojo izquierdo. Comienzas a ver en medio de la noche la forma que tendrá la lengua. Dejas de llorar. No ha pasado nada. Ya casi la tienes. Le das las gracias. De un salto cruzas dos océanos con tu lengua bajo el brazo. Has llegado. La tengo, le dice desde abajo, sube por la escalera, nada de ascensores. Llega. Su amigo se alegra mucho. Lo demuestra dando los saltitos que daría alguien que acaba de ganar una carrera de sacos. Venga, vamos, colócala en la barandilla, quiero saltar. Lo hace. Está nervioso pero atina con todo. Recuerda las instrucciones del hombre que olía a tabaco negro. Así. Ya está. Sube en vilo a su amigo. Lo coloca sobre un extremo de la lengua. Aprovecha para respirar. Mira la luna, sigue enorme y cada vez más queso fresco lejos de la nevera. Su amigo le mira tumbado. Se dicen cosas con la mirada que en ese momento no entiende. Vamos, empújame ya. Quiero saltar, le ordena. No se atreve a hacerlo con los ojos abiertos. Los cierra y siente que los brazos hacen fuerza. Es como empujar un sillón, un saco, un marino que muere a bordo de un galeón francés. Cuando la fuerza cesa vuelve a abrir los ojos. El cuerpo ya no está. Su corazón va más despacio. No quiere mirar abajo. Prefiere hacer como la luna: esperar temblando a oír el ruido que hace un hombre atado al caer a una piscina.

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