2/9/14

Al principio piensas que escribir es subirse a algo, entrar en una catedral gótica y buscar el púlpito más alto. Hay algo estúpidamente gótico en todos los comienzos. Piensas que allí arriba las palabras funcionarán mejor, serán hi-fi, todo lo sublimes que tú no consigues ser. Escribir en un lugar tan elevado acaba cansando hasta a los pájaros. Los principios. La nostalgia de los errores que consumieron tantos días y los que quedan. Esta carrera sólo acaba con la extinción. Supongo que uno deja de escribir cuando se muere, o cuando lo importante termina y deja al cuerpo al arbitrio de sus ruidos de cañerías. Cuando pasa el tiempo -millones de caracteres más allá- algo te dice que te equivocaste, que el camino debía apuntar hacia abajo y hacia adentro. La catedral gótica se desafila porque era de plástico. Tumbado en el suelo de la nave central observas cómo la cúpula se hace humana. Escarbas. La misión es el túnel. Un pozo. A él arrojarás tus últimas monedas y los ecos de tu nombre a medianoche cuando no puedas dormir. Cuando crees llegar al último sótano del parking del centro comercial que Dante ideó, te sientes afortunado, afortunado pensando que tu desdicha incluirá por fin la medalla que buscabas. El hombre de la garita te mira y te regala una sonrisa sin dientes. Cuando crees que te va a dar la ficha para que salgas, lo que hace es escribir con el dedo en el cristal: tu coche está diez plantas más abajo.

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