18/8/14

Me gusta observar los hilos que mis hijas tienden entre ellas. La función de un padre no dista mucho de la de ser un vídeo tutorial casero sobre el amor, una pieza hecha para audiencias reducidas que consiga dignificar y festejar la presencia del otro como uno de los mayores espectáculos de la existencia. Me tranquiliza comprobar que a veces funciona. Desde que nacieron les he insistido hasta el aburrimiento en la idea de que nadie es perfecto. La primera persona que pongo en la lista soy yo. Yo cuando me despierto sin ganas de hablar. Yo cuando tengo la nube encima. Yo encerrado en la vanidosa mansión de la tristeza. A cambio de tan realista noticia les intento animar a que se acerquen a esa perfección por su propio camino. Han de inventarlo y asfaltarlo a su gusto. Les digo que no hay prisa, pero que cada día muevan alguna piedra por pequeña que sea. El amor es todo eso que se queda fuera de las tiendas, de los himnos, de las cruces, de las palabras domesticadas, de las normas, el único puente que conecta lo macrovital con lo microvital, la luz que llega hasta donde todo lo demás no alcanza. Quizá la única perfección posible sea el fortalecimiento de esa conciencia. Poco a poco. Hilo a hilo.

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