26/3/14

Tengo la fea costumbre de anticipar situaciones. Cuando quedo con amigos imagino ya la sobremesa, si es que hemos comido, y hasta casi siento el tono de mis palabras. Decimos frases importantes. Nos miramos. Sabemos escucharnos y tomar el final de una idea para juntarlo con otra. El tiempo no es problema. En estas visualizaciones (vale también idealizaciones) nunca pasa desapercibido el brillo de las copas ni los dedos haciendo girar lentamente las peanas de cristal al ritmo de las palabras. En esos momentos hay conexión, sabiduría, experiencia; se transmite por vía oral la amistad como un líquido más de los que reposan en la mesa. Después, la realidad se encarga de que nada de lo que pase en esa comida tenga que ver con lo que imaginaba. No hablo de que el resultado sea mejor o peor, sino diferente. Quizá esta imposibilidad del manejo en modo manual de la vida fue lo que me llevó a escribir. Una terapia contra la ansiedad perenne que he padecido desde donde alcanzan mis recuerdos. En mi ingenuidad pensaba: si lo que sucede no me convence, tendré que inventarlo. Sólo en la escritura las copas giran al ritmo que tú quieres, sólo las personas que te rodean muestran sus destellos y se entrelazan con los tuyos para fabricar belleza. Lo malo es que ni la visión literaria consigue calmar mis ridículas ansias coreográficas. O sólo a ratos. Sólo en forma de algo que va y viene ajeno a mi voluntad y que según el día se para un instante para que lo abrace. Sé que naciste para irte, le digo. Y luego desaparece. Al menos me queda la costumbre de contarlo.