14/6/13

El niño cena ante el cuadro y se da cuenta de que sus alimentos no son los mismos que los de esos apóstoles en relieve con pieles de estaño, bronce o algún metal desconocido pero firme que preside el comedor dentro de un marco muy trabajado y suntuoso en el que se advierten dos tonos de madera que se alternan en una coreografía de aguas, olas y hojas de acanto. No recuerda la frase en latín que hacía de pie de foto, no es Ego sum lux mundi, que pensado ahora le suena a eslogan de tienda de lámparas y no a parlamento de cena sacra en un corredor de la muerte flanqueado de olivos. Los platos son del mismo material desconocido y se adivinan voluminosos racimos de uvas que casi desbordan de la mesa; lo que no ocurre en la suya, que mantiene un rigor de ángulos de noventa grados de tortilla de patata junto a otros de cuarenta y cinco de tomate fresco cuya piel parece temblar junto a los cadáveres en conserva de las sardinas que descansan sobre el plato de ala verde y fondo blanco. Ahora se acuerda: Amen dico vobis quia unus vestrum me traditurus est, sentencia profética que avisa de la sombra de la traición pero no se enerva ni saca más espada en contra que la mansedumbre. La frase le recuerda a su padre pronunciándola, Amendicovobis, todo junto esta vez, como el nombre de un general de la dinastía caldea de Babilonia, aunque por qué no de un cantante griego demasiado sentimental y obeso que cree en criaturas magníficas que habitan en sótanos oceánicos. Era Jesucristo y también la memoria, ¿quién podría diferenciarlos y menos a la luz a la que suceden estas cosas? Unus vestrum, dicen ambos, pero la memoria le ha quitado la presidencia de la mesa al que morirá mañana y ahora coloca a sus nuevos discípulos, los esculpe, les sopla la vida justa para que formen otro cuadro y también le cambian el letrero. Ahora sí: yo soy la verdadera luz del mundo. El niño acaba de cenar y se va contento a la cama.