11/7/11

Mi padre acabaría de cenar como se acababa en 1947, con un trozo de fruta escarchada balanceándose en la boca, si es que algún familiar la había traído al venir de visita: seis o siete porciones cubiertas por un papel anterior a la estraza con el que daban ganas de envolver pescado podrido y lanzarlo por el pasillo inventando un nuevo juego de bolos imaginarios o simplemente un desahogo de la rabia nocturna, de la asfixia contenida que va creciendo a lo largo del día y tiene que romper de algún modo. La fruta debía durar al menos veinte minutos viva, no había que morderla, el truco consistía en pensar que era un caramelo blando y dejar que la lengua gobernara los palpamientos, las idas y venidas de marea constante que ordenaba desde su puesto de mando el rey submarino de la saliva. Era la época de los presentes que se tendían a la anfitriona con manos cautas. Todavía no había llegado el papel de regalo ni la cortesía había tenido tiempo de pulir sus formas: los saludos proyectaban la sombra imperturbable de un diente afilado porque todo estaba relacionado con el hambre. El visitante se quitaba el sombrero en el rellano antes de tocar el timbre. Durante los segundos que tardaban en abrir la puerta se podía distraer con los olores rancios de la mezcla de aceites cien veces fritos pero mezclados con la finísima cortina de jabón de lavanda que surcaba el aire como la cometa perdida de un niño rico. También existía la quimera de acabar masticando un marrón glacé obsequiado por alguna tía de Valladolid. Toma, mi niño, mira lo que te he traído. O toma, Esperanza, esto es para ti, me los trajo una amiga de Biarritz, mira qué bien huelen. Entonces la madre tomaba el paquete en ambas manos como una ofrenda de Nacimiento. La madre transmutaba en Virgen y las castañas confitadas se cubrían de oro. Lo malo es que mi padre quería comérselas, solo esperaba el momento en que las tijeras del pescado cortasen el cordel en el centro geométrico de la mesa del comedor. La primera castaña sería devorada con los ojos cerrados. No era gula. Esa palabra resultaba tan ajena como Barbados. La castaña dulce bajaría por los tubos atolondrada y a medio morir, casi sin tiempo de mezclarse con los jugos y los ácidos ni de pasar por la piedra de molino que culmina la transición al estado pastoso.
-Mamá, ¿me puedo comer otra?
-Te sentarán mal, mejor mañana.
Y las manos de su madre volvían a cubrir el tesoro a la vez que decidían el mejor escondite para que llegaran a salvo al día siguiente.
Después de cenar en 1947 no había mucho que hacer. Mi padre se encerraba en su habitación a solas con sus deseos recién estrenados. Se sentaba en la cama y apoyaba las palmas de las manos en la colcha gruesa. Las terminaciones nerviosas de sus dedos no le ofrecían ninguna sensación digna de ser contada. Después se tumbaba y colocaba las manos como los Obispos de la Edad Media que morían en una batalla y acababan inmortalizados en un sepulcro, consiguiendo de esa forma la duplicidad: un alter ego en piedra sobre el verdadero muerto condenado a la descomposición. Mi padre pensaba en esos momentos en la importancia de la compensación más allá de la vida, un ideal humano que pretende mantener bien alta la bandera de la armonía y clavarla al llegar a la eternidad. Pero con esos pensamientos no se alcanza la erección, ni con las manos enlazadas sobre el pecho ni recordando anécdotas de San Agustín. Para que aquello funcionara había que recurrir a imágenes de una vecina espiada en el patio, encaramada a la ventana, tendiendo unas sábanas que de tan pesadas parecían una cascada de hielo manejada por las manos de una diosa escandinava. Tras una cortina y respirando despacio se podía asistir al bailoteo accidental de sus pechos bajo una blusa o incluso ocultos por un delantal pero tan voluminosos que representaban su propia obra de teatro bajo la cárcel de tela, un vodevil barato de empujones y malentendidos cómicos que caldeaban la sangre. Mi padre solo tenía que sentarse en su butaca y grabar minuciosamente el espectáculo para después usarlo de argumento en la intimidad. Luego desaparecería el patio lúgubre. La escena sería a los pies de su cama, desnudándose a contraluz, dejando ver, ofreciéndose despacio para que la mano cogiera la velocidad necesaria para el descarrilamiento. También era lícito imaginarla colgada de la lámpara, igualmente desnuda, columpiándose en un vacío que le proporcionaría nuevas perspectivas para precipitar el acontecimiento de su semen jugando al hombre bala sin más público que sus ojos alucinados, entreabiertos y negando satisfechos la rectitud del horizonte.
Lo malo de acabar de cenar en 1947 es que no pasaba nada, que las puertas de casi todo permanecían selladas, que la casa se convertía en un barco desahuciado que navegaba diariamente hacia una tormenta de raquítico aparato eléctrico pero que damnificaba zonas desconocidas del alma. Por eso había que encender la lámpara de la mesa de estudio y abrir un libro cualquiera: álgebra, francés, literatura española del siglo de oro, palabras que calmasen y reconvirtiesen la ofuscación luminosa del deseo en algo de provecho.
-Luisito, en media hora quiero que esa luz esté apagada.
Tras la primera amenaza se sucedían otras más calmadas, incluso emitidas desde el fondo de la casa mientras su madre hacía otra cosa o preparaba la ropa del día siguiente o regaba los tiestos de la cocina o esquivaba las manos de su marido por el pasillo que intentaban preparar el terreno para los goces anteriores al sueño: castos por fuera, brutales por dentro. Después ya no se oía nada. Volaba un buenas noches casi intangible construido de alambres tan finos que una simple bocanada de aire le bastaba para atravesar la casa y proporcionarle al chico la paz necesaria para cerrar el libro que fuera y entregarse a las divagaciones sexuales que traían un sentimiento de culpa mucho más grueso que el filamento de la bombilla de su lámpara.

1 comentario :

José Miguel dijo...

¡Excelente principio! ¡Me vuelven loco las frutas escarchadas!
Uf, que recuerdos los olores de la cocina...Toda la escalera era un puro perfume de olores que salían detrás de cada puerta..Está muy bien lo que dices sobre aquellos ratos vacíos en los que cogías un libro y nada más, con naturalidad...Exáctamente...Un adiós fugaz pero en sintonía...Para la verdadera comunicación, las palabras casi casi están de más...
¡Me ha gustado mucho!