18/7/11

Ayer escuchaba petardos y fuegos artificiales en casa. Era medianoche y casi todas las ventanas estaban abiertas. El sonido entraba reverberado, seco, como si saliese de unas tripas de piedra o de la garganta de una estatua monstruosa. Inconscientemente pensé qué pasaría si en vez de petardos que celebraban una fiesta de barrio fuesen disparos, bombas, fuego de fusiles de asalto o de morteros. Los mismos sonidos se convirtieron inmediatamente en amenazas. Mi mujer y mis hijas dormían. No pude evitar la traslación. Hoy, hace muchos años, comenzó una guerra en España. Tuve la suerte de no vivirla. Mi padre no la tuvo. Ni sus padres. Imagino qué pensaría mi abuelo aquella noche cuando quizá escuchara los primeros disparos o el sonido lejano de alguna bomba de mano rompiendo el arco de silencio del verano y los gritos fantasmales, los vivas a uno u otro bando, las amenazas indefinidas, quizá el nombre de un vecino unido al deseo de su muerte. Mi abuela dormiría igual que lo hacía mi mujer. Mi padre tendría tres o cuatro años, los mismos que mi hija pequeña. El tiempo traza círculos imperfectos pero cerrados. Tiene mano de profesor viejo y la punta de su tiza chirría al viajar sin pausa por la pizarra negra. Las niñas duermen, me dijo alguien que no quiso identificarse pero que permanecía anoche a mi lado, duermen ajenas a la posibilidad de que sea su último sueño, ¿qué piensas hacer si los disparos se acercan, si llaman con malos modos y aporreando tu puerta y dicen tu nombre y después te sacan a empujones y te suben a un camión junto con otros para ser fusilado al amanecer en un descampado, qué harías si fuese así? Me quedé paralizado. La presencia imaginaria seguía a mi espalda, respirando despacio y supongo que clavándome la vista en la nuca, jugando a ser pistola deseosa de acabar con mi vida. Después pensé en el plan: despertarlas a las tres y coger lo poco de valor que puede servir en una guerra. Mireia dormiría. Tendría que llevarla en brazos sin explicarle lo que pasaba, por qué abandonábamos la casa cogiendo solo su muñeca favorita y dejando las demás en su habitación como testigos de lo que sucediera más tarde. Qué difícil explicarle a un niño qué es una guerra, por qué los disparos, por qué el miedo y las carreras y los pasos apresurados en la noche y los sollozos, los escombros y los regueros de sangre en una acera, las conversaciones en voz baja, las delaciones, el odio que lo empapa todo, la rabia, el dedo que señala y mata. Mis abuelos tuvieron que hacerlo quizá. Cogieron a su hijo en brazos y cerraron las ventanas o corrieron al sótano para defenderse de un bombardeo que no sucedió aquella noche pero que vendría más tarde con sus temblores y las voces que rezaban entre dientes muy despacio. Seguro que mi abuela lo apretó mucho contra su pecho y lo envolvió en una manta aunque fuese julio: nunca se sabe dónde va a esperarnos el frío ni cuánto va a durar la noche.
Lo de ayer solo eran fuegos artificiales. Tuve suerte. La tuvimos todos. Pero si cerrabas los ojos podías imaginar otra cosa, la mano hirviente de la guerra buscando tu desgracia.

2 comentarios :

José Miguel dijo...

Por cierto, dicen que es el momento de usar una pistola...
Por fin aparece la gran teoría de los círculos; aquello que queda sin cerrar,ha de cerrarse ya sea en nuestra conciencia, ya sea yendo al encuentro; en ambos casos es un encuentro...
Ana Frank entre millones y millones...ralincya

Paco Huelva dijo...

La amenaza de un conflicto bélico siempre está presente, al menos mientras vivan personas que aún la conservan archivada en un estante de la memoria. Ese que tú acabas de recrear ahora. Gracias por acogerme. Saludos