19/7/11

La casa es un molde para que todo cuaje. Pero no hay que exagerar. Solo es cemento y materiales cada vez más baratos que dan el pego para crear una apariencia sólida. Queremos que al pisar no suene hueco. La firmeza tranquiliza. Aunque estemos de paso necesitamos pensar que todo será para siempre. Los constructores juegan con eso: tarimas gruesas, baldosas grandes. No es opulencia, es una forma de olvidarse de la muerte. Todo esto lo pienso cuando paseo por casa. Ya llevamos cinco años viviendo allí. La tarima resultó ser de mala calidad y ya se empiezan a ver islas oscuras, la erosión que producen los seres vivos que la pisan a diario. El desagüe de la cocina deja pasar agua que se acaba convirtiendo en reguero. El otro día saque los botes de limpieza y miré las tripas: tubos, tuercas, arandelas, cosas que no comprendo. Me hubiese gustado solucionar el problema y ser esa figura de hombre mañoso con muchas llaves inglesas al cual su mujer premia con una cerveza helada tras la reparación. No lo soy. Mi destreza alcanza para muy poco. Si fuesen palabras en vez de agua quizá sabría hacer algo. El primer estante del cuarto de las niñas se ha vencido. Hay que retirar la cama y quizá volver a hacer agujeros nuevos. Habrá que sacar el taladro y Mireia se tapará los oídos y huirá al otro extremo de la casa. Siempre hay que hacer cosas. El tiempo se entretiene rompiéndolo todo. Es un avance de lo que hará y hace con nosotros. Por eso una casa es como una narración paralela de nuestra vida. Los quicios de las puertas, las humedades, la pintura desconchada, la moldura, los interruptores que bailan, los cables, las pelusas a las que nunca se llega, el polvo que se empeña en cubrirlo todo cuando dormimos. Pero la intimidad cuece dentro, parapetada por las paredes que hacen de manos aislantes. Cuando nadie nos ve somos lo que somos. Por eso resulta tan pornográfico vislumbrar la intimidad de una casa ajena. Hasta los trapos de cocina dicen cosas de sus dueños. Todo informa. Una cama revuelta es una prueba. Una bombilla encendida es otra. Los libros, el olor de la cocina, los frascos del baño.
De noche, cuando las ventanas se iluminan y las persianas no están bajadas puedo ver cómo viven otras personas. Escucho el rumor de sus sartenes, la violencia de los portazos, la sombra de los enfados que bullen al igual que el aceite hirviendo o junto a él. No debería escucharlo. No debería prestarme al espionaje por muy inocente que parezca. Mi sensibilidad tiende a que tome partido, a que me implique. Un comentario escuchado por el patio me compromete emocionalmente durante días. ¿Es así?, pienso luego, ¿se le habla en ese tono a las personas que viven contigo? Lo mejor sería no escuchar nada. No ser testigo. Que las paredes produjeran hermetismo. Que nada supieras de nadie ni de su forma de vida ni de las palabras que salen de sus bocas. Las ciudades promueven la funcionalidad; la lógica se inventó para poder meter a cuatro elefantes en un seiscientos (como decía el chiste antiguo de mi infancia). Ahora que lo pienso también habría que pintar el pasillo, pero eso creo que lo puedo hacer yo.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Ay la casa la de problemas que da jajaja
Mmm los sentidos están para eso: ¿Qué se le va a hacer? ¿Ser un hermitaño? Y aún así oírías ruidos desagradables...Ya se puede venir media casa abajo que nada mejor para uno mismo que,Mmm,estar en casita...Fortaleza y refugio de quienes viven dentro...El mundo exterior pasa a esr dominio exclusivo de la TV jeje
(Esta vez me he pasado un poco de extensión jeje)