15/8/10

Ayer le enseñé a Amos Oz el barrio. La mañana estaba apta para pasear. Fresca, desierta. Azul por el cielo obsesivamente nítido y verde por esos árboles bajos que rompían el estatismo, haciendo que lo que veíamos no fuera una falsedad de museo o la visión abotargada de dos hombres que se pierden en un laberinto de espejos. Amos Oz viajaba colgado de mi mano, sujeto por el pulgar y el índice, basculando en un columpio alegre e improvisado que iba calle abajo y se cruzaba, por ejemplo, con un puesto de melones y sandías o una sucursal de banco cuyo único signo de vida era el parpadeo de la pantalla del cajero automático. No sé si todos estos detalles fueron captados por el escritor israelí. No sé si viajar entre los dedos de alguien te da margen para los placeres estéticos de la literatura.
Después cruzamos varias calles y atravesamos un parque de nueva creación. Los bancos no son como los que recordaba de pequeño. Los de ahora, los de ayer, parecían toscas imitaciones de butacas de época hechas por bromistas. También el parque estaba desierto. El estanque de los barcos teledirigidos estaba también vacío. Oz quiso que compráramos un barco para jugar. Quería una nave antigua, algo que ningún comercio nos hubiera podido ofrecer. Los pies y la arena sonaban como un sofrito en la sartén. Las pisadas levantaban un eco de sospechas que nadie alrededor pudo percibir. Un hombre de mediana edad en pantalón corto y un escritor judío escondido en un libro. Los dos perdidos en un día de verano en blanco.
Me senté en uno de esos bancos contemporáneos y comencé a leer. Al hacerlo sentí que los minutos se metían en el cañón de un hombre bala y ellos mismos prendían la mecha. Tiempo describiendo parábolas en el aire. Tiempo despedido hacia el horizonte. Los minutos iban entrando en el tubo y salían con violencia hacia esa zona del paisaje que tan poco me importaba. ¿Eso es lo que haces con el tiempo, Amos Oz? ¿Para eso vale la literatura? El escritor no me contestó. Se limitó a ir pasándome páginas como esas solteronas rumanas con traje de noche oscuro que pasan la partitura a los pianistas.
Cuando ya no pude más me levanté y volví a caminar. Más sofrito lento. Más música antigua anotada con pereza en los márgenes de un día de agosto. De vuelta a casa pude percibir matices nuevos. El puesto de sandías parecía un Portal de Belén desmontable. Las sandías eran las balas del cañón por el que hacía rato salía despedido el tiempo. Balas de cañón de una armada vencida.
El escritor y el lector subieron la cuesta, otra vez de la mano.

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