16/8/10

No sé cuántas veces he escrito ya sobre lo solo que me siento cuando no están mis hijas. Soy una noria que rechina mucho cuando pienso en ellas sin que estén conmigo, una rueda de molino vieja que se quedó sin nada que moler; porque se trata de eso, de triturar el tiempo en busca de ese polvo beneficioso que me alimenta. Escucho estos días sus voces por teléfono. Papá, me han comprado un bolso en un mercadillo. Me dice Nuria que cuando le quitó el papel de relleno Mireia se puso a llorar porque ya no le gustaba. Esos detalles hacen que me llene de rabia y también de ternura, la rabia por perdérmelo, por no estar allí delante y calmarla con un abrazo y buscar otros papeles con los que rellenar su bolso nuevo; la ternura por imaginármelo, por hacer que estoy allí convertido en una presencia amable difuminada en medio del mercadillo, entre los puestos de fruta y las sudamericanas que venden sandalias brillantes.
No sé cuántas veces he recorrido la casa buscando la presencia de mis hijas. Las busco en la penumbra de su dormitorio cuando no están. Me asomo como un pájaro asustado y muevo la cabeza buscando conexiones que me acerquen. Venga, más fuerte, me dice alguien por dentro, tienes que rasgar esta oscuridad, saca las uñas, ellas están detrás esperándote. Si cierro los ojos con fuerza las veo tiradas en el suelo jugando. Pero si los cierro de forma natural, como cuando ellos mismos lo hacen sin mi consentimiento en un punto inexacto de la noche, me cuesta recordar la caída del pelo de una o la voz de la otra. El infierno debe parecerse al olvido, a la negación involuntaria de la memoria que de pronto se hace perezosa y se complace en archivar lo importante en el estante más alejado de la mano. Me pongo de puntillas en mi cabeza e intento llegar a él. Sé que si lo abro aparecerán ellas como dos flores carnívoras que se alimentan de lo que buenamente encuentran dentro de mí: tanto las glándulas como todo aquello que se sobreentiende que vive dentro. ¿Será el corazón, la metáfora sanguínea del amor, el órgano culpable de la tristeza? Porque si le hemos otorgado (si nuestra cultura occidental le ha coronado como rey de los sentimientos) un papel principal en nuestras vidas no es para que nos resquebraje por dentro y nos recuerde a cada instante las limitaciones de nuestra naturaleza.
La ausencia de mis hijas me convierte en un perro junto a un rebaño de ovejas carbonizadas, un animal cabizbajo que se ovilla en el recibidor a la espera de ruidos familiares. Esto lo pienso ahora. Este pensamiento no existía hace diez años cuando alguna vez trataba de imaginar cómo sería mi vida en adelante. Y ahora es esto, este reino submarino en el que mis latidos parecen campanadas de una catedral sumergida, en el que mis pesadillas atraviesan los espejos y dicen aquí estamos, hemos venido a jugar contigo.

1 comentario :

Anónimo dijo...

increiblemente bueno tu blogg,,voy a tener que leerlo con más tiempo y recuperar el tiempo perdido,felicidades.maria rios vives