21/6/09

Quiero contar la historia del hombre que no podía coger en brazos a sus dos hijos en la fiesta de padres e hijos de un hotel de playa. Quiero contarla porque desde el día que le vi no pienso en otra cosa. No sé si sabré contarla o si la historia dará para mucho o para poco; lo único cierto es que si no la cuento nunca lo sabré y, lo peor, nunca me lo perdonaré.
Fue hace algunos años en Lanzarote, en uno de esos hoteles pensados para los niños: animadores, dibujos de animales en las paredes del comedor de desayunos, piscinas que no cubren por mucho que avances, caramelos en la almohada al acostarte, todo eso. Pero quiero ir al grano y empezar ya con mi historia. El hombre se llamaría Francisco José Fernández-Delgado o algo así, lo digo por las iniciales de una camisa que llevaba un día y en las que que no tuve más remedio que posar mi vista.
Francisco José estaba separado. Seguro que había pactado con su ex que se quedaría la primera quincena de agosto con los niños y ella se los quedaría la segunda.
-Niños, no os alejéis, -solía decir cuando estaba con ellos en la piscina-.
Tenía la mirada perdida de los recién separados; una especie de rubor secreto que le impedía mirar a los ojos al resto de padres o madres, algo que le colgaba de la mirada, un cartel de "perdonen que no les mire, pero es que me acabo de separar y la culpa fue mía".
-Marta, no le pegues a la niña, sólo quiere jugar contigo.
Por las tardes el hotel organizaba actos para los niños, bloques compactos de ocio con los que rellenar las horas antes de la cena. Había una mascota que no recuerdo cómo se llamaba pero el que fuera dentro de aquel disfraz debía morirse de calor; sería una chica, tendría cerca de veinte años, estudiante de filología española, alemana de nacionalidad, rubia y cansada de todo aquello.
-Papá, ¿nos sentamos aquí cerca hoy?
-Vale.
Una de las animadoras controlaba una mesa de sonido bastante rudimentaria, actuaba en la sombra, parecía la más feliz.
-Buenas tardes, niños y niñas, -decía un tipo con mallas rojas y un sombrero lleno de plátanos de plástico-.
Francisco José tenía a un hijo a cada lado. Los tres olían a colonia y a aftersun y a desvalimiento. Francisco José sabía que sus hijos estaban tristes y echaban de menos a su madre y, sobre todo, temía la idea que les estaría naciendo de su padre, esa que ya nunca les abandonaría en la edad adulta.
-Papá, tengo calor, ¿me puedo quitar los zapatos?
-No, ahora no.
El show fue pasando sin pena ni gloria; ni los berridos felices que salían de los altavoces lograban asegurar que allí estábamos asistiendo a algo portentoso. El presentador repetía todo en castellano, inglés y alemán. Parecía una subasta de arte. O de ganado. Llegó el último número; el presentador requirió la presencia de todos los niños asistentes y de sus padres. Yo salí con mi hija mayor. Francisco José salió con sus dos hijos. El tipo de las mallas explicó de qué iba el juego: cada padre debía coger en brazos a sus hijos cuando la canción dejara de sonar. Parecía sencillo. El escenario empezó a despejarse de perdedores. Al final quedamos él y yo. Nos miramos. Sus ojos me decían que necesitaba ganar, que era importante para sus chicos. Yo no necesitaba demostrar nada en aquella prueba, mi hija sabía quién era su padre y jamás me pediría medallas o diplomas acreditativos para garantizar su amor.
La música dejó de sonar. El hombre intentó coger en brazos a sus dos hijos; parecía fuera de sí, parecía estar en medio de un incendio o en la planta 35 de un rascacielos mientras el suelo comienza a temblar. Supongo que habría cogido con demasiada fuerza a su hija, la pequeña y esta comenzó a llorar. Los otros padres aplaudieron la gesta, quizá alguno de ellos comprendió el patetismo que encerraba la escena. Yo estaba a su lado -con Alba en brazos- pero no tenía la sensación de haber ganado nada. Sólo era algo que estaba pasando en un hotel de playa. Sólo es algo que pasó hace algunos años en una isla llena de hoteles pensados para que padres e hijos lo pasen bien.

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