23/6/09

El Hombre Más Fuerte Del Mundo compró una mini-baguette y mermelada de melocotón, se lo pusieron todo en una bolsa muy pequeña y con ella se encaminó a casa. Hacía calor a pesar de que ya era tarde y el sol se había ido a hacer sus cosas. Recorrió los metros que separaban el supermercado de la casa, por el camino cemento y baldosas y cacas de perro y nada más. Al abrir la puerta del piso no oyó nada, ninguna voz, ningún grito de sus hijas alertadas por la presencia de su padre. Dejó la mini-baguette sobre la encimera de la cocina, junto con el bote de mermelada que a la luz del fluorescente parecía una nave espacial en una misión de reconocimiento.
Le oprimía el silencio, tan denso, tan irremediablemente trascendente, tan provocador, tan viejo, tan pasmado. El Hombre Más Fuerte Del Mundo ya estaba en casa, pero nadie reía ni se abalanzaba contra él para jugar en el pasillo. Sólo era una noche de lunes, una noche de junio con las ventanas desplomadas después de la batalla del bochorno durante las horas centrales del día.
Ahora tenía que inventarse un buen final para todo eso, ponerle los tornillos a la placa que aseguraba que otra jornada estaba vencida y entregada. La mini-baguette crujió muy despacio entre sus manos.

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