22/6/15
Tendría catorce y ella quince. A la salida del cine me dio un anillo que parecía hecho de estaño o de algún material maleable que en aquel momento me resultó misterioso y bello. Lo cogí entre los dedos mientras caminábamos por Alberto Aguilera hacia la glorieta de Bilbao. Quizá por tener un año más que yo me fue explicando a qué comprometía aquel acto, cuáles debían ser mis responsabilidades en la relación que supuestamente acababa de empezar. Más que en sus palabras yo iba concentrado en la posesión de ese anillo. ¿Qué se supone que debía hacer con él? Me pareció muy precipitado colocármelo en un dedo. Tampoco sabía en cuál, por lo que lo mantuve en la mano cerrada mientras ella seguía recitando los artículos de una nueva constitución de la que apenas sabíamos nada. Al llegar a casa lo guardé en el cajón de los calcetines. Lo metí en unos en forma de bola que apenas me ponía, para que mi madre no lo encontrase. Cada día lo sacaba, lo tocaba, dejaba que mis dedos lo reconociesen. Esperaba que me dijesen qué hacer. Lo que más me gustaba era su imperfección. Tenía golpes y abolladuras que lo hacían creible. Quizá fuera el mejor símbolo del amor: algo imperfecto, impuro, venido de otro sitio, de rebote y a la vez con la tentación de pensarse eterno. Pasó un mes. Un día le dije a X que sería mejor romper nuestro compromiso. Entendí que un caballero debía devolver la prueba de amor que le fue entregada. Al despedirme de él me quedé muy solo, mucho más que por haberla perdido a ella. Pensé que llevándoselo se llevaba la posibilidad de cualquier amor futuro, de cualquier imperfección reconocible que tantos años tardaría en comprender.
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