22/6/15
Mi vecino de abajo chilla mucho a sus hijos. Les dice: fuera de aquí, y suena como si se lo dijese a tres leones que le tuviesen acorralado en la terraza. Mi vecino de abajo es el embajador de un mundo burdo y superpoblado en el que no encajo. Me reduce a alguien que escucha por obligación y que no acaba nunca de soltar la maleta que lleva en la mano porque no sabe si éste es su lugar o si debería seguir buscando, alguien que no entiende lo que significan sus palabras, por mucho que las sílabas que las componen le sean familiares bajo otra forma y otro tono que parece desaparecer en el aire cuando se llenan de violencia. Debería existir una Real Academia de Cómo Hablar a los Niños. Incluso no sería disparatado que sustituyese a la de la lengua, cementerio de escritores que se atan a un sillón para ver quién es capaz de engañar a la muerte más años. Cuando los hijos de mi vecino crezcan ya estarán acostumbrados al lenguaje de los gritos y lo utilizarán con otros que tendrán que soportarlos. Sus hijos serán iniciados en esa religión brutal de lo que sale por la boca pero parece que lo haga por otra parte, por las antípodas. Es el mundo chusco que nos ha tocado. De qué valdrá que a menos de diez metros de donde sucede todo esto me empeñe en conservar las obras completas de Cavafis, tan inútiles como yo en este ínfimo punto del universo.
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