22/6/15
El otro día soñé que era un padre que tenía una hija. No puedo asegurar que fuera yo, que tratase de mí y de mi hija de la vida real puesto que los sueños nunca aseguran nada y eso les da un poder absoluto sobre nosotros. La hija le decía al padre que había encontrado el amor de su vida. Tampoco sé si estas palabras fueron dichas así. No tengo ninguna pista de audio que lo demuestre ni fueron transcritas por un secretario presente en la escena, pero creo que sonó así en mi cabeza. La hija le decía que se iba de casa para vivir con una mujer cuatro años mayor que ella. A medida que se lo comunicaba, la hija crecía ante sus ojos a ritmo de dos o tres años por palabra, hasta alcanzar una madurez que nunca había contemplado en su rostro. Pero era ella, de eso no hay duda. Su expresión era la misma de cuando tenía cinco años y le decía que había perdido una muñeca o que le dolía la tripa o de que se sentía feliz porque llegaba el verano. El padre no le concedió una importancia adicional al hecho de que el objeto de su amor fuese una persona de su mismo sexo. No sintió rabia ni su orgullo se vio afectado por esa noticia. Sólo tristeza. La misma de cuando alguien se queda en tierra viendo alejarse un barco. ¿Qué se hace en tales situaciones? Los sueños tampoco dicen nada al respecto. Los sueños no son morales ni contienen pautas simbólicas que poder desmenuzar luego en la consciencia. Las palabras que pronunció su hija parecían gomas elásticas viejas con las que había que tener cuidado de que no se rompiesen, gomas podridas y ennegrecidas ante las que había que implorar mesura: no lo hagáis, no os rompáis en medio de su discurso porque será el último recuerdo que tenga de ella y todo habrá muerto en el aire y desaparecerá. Cuando desperté sentí vergüenza de mi sueño. No era algo que pudiera contarse mientras remueves el azúcar del café. Los sueños tampoco son socializadores. Pero a pesar de sus inconvenientes, reinan, y sus coronas pesan tanto que parece que las llevemos nosotros: seres confusos en pijama que lucen honores obligados sobre sus cabezas mientras arrastran los pies por el pasillo intentando desprenderse de la vecindad de esa otra vida que les llama.
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