5/6/15
Ayer estuvimos en un centro comercial que imita a un pueblo del sur de California, con casitas coloniales y árboles que dan mandarinas de plástico. Los deben hacer con un molde. Conozco otro igual a las afueras de Barcelona, y no descarto que haya más. La gente pasea con bolsas inmaculadas de papel grueso por la calle principal. Hay algo en su balanceo que parece adormecer la conciencia durante un rato, acunarla contra la intemperie de la vida real. En un tiempo en que ya no se escuchan campanas, este movimiento pendular se ha instalado en el alma como sucedáneo. Comprar es la marca blanca de Dios, supongo. Los chinos lo saben. Llegan en autocares desde los hoteles del centro. Les sueltan tres horas y luego los recogen. Se entregan con euforia a las compras, en una carrera en la que parecen ser más occidentales que nadie. Bolsos, gafas, zapatillas, vestidos. Nunca tienen suficiente. Vi a una anciana con un sombrero de tela jadeando en un banco, amarrada a su racimo de bolsas. A pesar de la efervescencia, diría que no lo pasan bien. Para ellos, el consumo es una función corporal más. Lo malo es que rellenar un vacío con cosas resulta agotador. Vendría a ser como tirar piedras a un lago: nunca conseguiremos desecarlo. El Luis Acebes que paseaba hace años por esas mismas calles no caía en estas consideraciones. Era un chino más, un hombrecillo deseando que las marcas hablasen bien de él y mejorasen su opinión del mundo, como tantos. El Luis Acebes de ayer se sentía como el invitado de piedra a una fiesta tan falsa como el sonido que pueden hacer tus nudillos en cualquiera de las fachadas del pueblo.
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