Muchas veces pienso que la vida tiene algo de canal temático. Me refiero a la sensación de estar en un lugar en el que se puede disfrutar de una soledad idílica, una ficción que cura del efecto de las multitudes, aunque al hacerlo provoque otros males: quizá un autismo lujoso que baja por todo el cuerpo condenando las salidas y las entradas que nos comunican con los demás. No lo sé. Es algo extraño, sin duda.
Me gustaría hablar de un caso que me intriga. La mujer que, incluso cuando se dispone a abandonar el pueblo y se despide de los que le ayudaron a preparar la cena, parece mostrar un sentimiento de indolencia televisiva que en otra circunstancia, quizá en un tú a tú más explícito, podría interpretarse como tristeza. Hay algo desconcertante en la ambigüedad que muestra ante la cámara. Deja que salga y atraviesa la pantalla para incrustarse en mi conciencia. ¿Qué hago después con esa carga? Es difícil saberlo al instante. He de esperar a que el televisor esté apagado para que la mujer de pelo rubio claro se presente con nitidez y me dé alguna pista.
Fuera de la ambientación tirolesa todo parece cobrar sentido. Creo percibir su intención. Me da la sensación de que la mujer tiene un mensaje para mí que deja caer al suelo. Al agacharme a recogerlo se convierte en arena dorada que se me escapa entre los dedos. La razón de ese color viene de un impulso reflejo que percibo en el fondo de sus ojos, quizá eso que muchos llaman humanidad, aunque yo lo haya confundido siempre con una simple defensa de la vida ante lo desconocido. Resulta terrible esta pérdida (el mensaje granulado) pero al incorporarme pienso que es una ley natural.
Me pregunto si los demás espectadores se darán cuenta o si fijarán toda su atención en las escenas de la elaboración del queso Limburger en una cabaña de madera con techo a dos aguas: ella y sus manos frente a un hombre con bigote pasado de moda que de tanto en tanto la mira y parece soñar una coreografía sensual en el movimiento de sus manos removiendo con una pala la leche hasta que alcance los setenta y dos grados, temperatura a la que pasteuriza, para después esperar que baje hasta treinta y dos, momento en que se le añade el cuajo.
Quizá en la mente del pequeño industrial quesero revolotee la idea de desnudarla y poseer su cuerpo apoyado en la gran mesa de madera en la que se apilan los moldes rectangulares. Sería hermoso tenerla así, piensa, disfrutarla con vistas a una montaña de maqueta de tren con vacas diminutas que quizá vuelvan amistosamente la cabeza en señal de asentimiento, levantando trabajosamente un pulgar que no tienen mientras contemplan la cópula. Puede que las vacas de su imaginación se comporten como una banda de adolescentes que creen asistir a un rito iniciático. O puede que esa imagen sea una ridícula alegoría de la audiencia que a esas horas desearía una revelación, una intromisión escandalosa en la normalidad, el caballo de Troya que nos debería regalar de vez en cuando la vida.
Pero sigo sin saberlo. Puede que la única estrategia sea hacerme ver un capítulo más, y después otro, hasta descubrir que la tristeza de esa mujer es tan vulgar como la de cualquiera de nosotros.
10/5/15
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