14/5/15

Hay una edad, cierta edad, la del amor como estilo de vida. Cuando estás en ella no lo sabes ni te das cuenta. Vas en un tren mirando la pantalla de tu móvil. Relees mensajes o los escribes, tanto da. Frases inconexas que vuelan a otro aparato y después renacen. La chica que vi esta mañana lo hacía. Yo la miraba, sentado en la escalera de mano del tiempo, consciente de mi papel de cocodrilo amaestrado que asiste a un ballet. El tiempo nos mete y nos saca de cosas. Sólo puedo recordar las veces que fui ella. Aún no existían los móviles. Se escribía todo en el aire. Pero existían las mismas ventanillas de tren y sus paisajes correspondientes en los que invertir el sentido de la realidad: los árboles eran correligionarios, y no palos con hojas; el cielo era un Le Mans a puerta cerrada para dos coches. Hay una edad y luego llega otra. Hay días que podrías ver casi los horarios de sus salidas y llegadas en una pantalla rara. El amor, en privado, saca conclusiones ante el espejo. Deja de hacer unas muecas y prueba otras. Se mira. Te mira. Infatigable tonto del culo, parece decirte, siempre yendo y viniendo. Los perros también envejecen, pero no se sermonean a ellos mismos frente a una chimenea. Su corazón no es tan polifónico. El amor se ovilla a los pies y canta. Dice: bueno, estuvo bien, no sé. Aunque ciertos días suene a Canción del Roldán traducida con una de esas pésimas herramientas de Google.

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