27/4/15
La primavera es una película que ya he visto muchas veces y no por ello deja de sorprenderme todo lo relacionado con lo suyo, como la simple lluvia que cae en el cristal de la mesa de una terraza o la sensación novedosa que parece querer convencerme de que los grandes almacenes dicen la verdad cuando anuncian su llegada. Quizá lo hagan. Quizá el representante imaginario de lo comercial se reúna con su homólogo telúrico en una sala musgosa y allí pacten el engaño que posteriormente vendrá vestido con telas que nos hemos de poner si no queremos quedarnos atrás, en una noche desmemoriada y absurda, en una localización provinciana en la que acabamos todos los que negamos la existencia de los calendarios obligados, de las repeticiones disfrazadas de evoluciones o del simple tormento de tener que aderezar la vida con resurrecciones cíclicas que nos animen a creer que todo esto es un evento inolvidable. Aunque también hay películas que hemos visto muchas veces y no por ello dejan de parecernos nuevas. Sucede incluso con las más antiguas. Podemos ver Historias de Philadelphia una vez al año y convenir que el pelo de Katharine Hepburn cuando monta a caballo es más brillante que el año anterior. Todo se reduce a la conveniencia que pactemos con el tiempo. De la llegada y partida de las estaciones nos quedamos con lo más accidental. Todo lo otro ruge por dentro de donde pisamos o a muchos kilómetros de nuestras cabezas: gases, limbos, corrientes de aire que nacieron en el océano y toman las llanuras del cielo como clubes de baile en los que pasar sus horas, mientras nosotros, aquí abajo, en ese punto que Marco Aurelio dijo que era nuestra tierra, permanecemos embobados con sus mínimos efectos cotidianos y los lagos de juguete que forma la lluvia sobre un cristal en la terraza de una casa cerrada.
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