13/7/15

Puedo recordar la forma exacta que tenían mis manos cuando te saqué del quirófano: la izquierda con los dedos tensados por la responsabilidad y ofreciendo un alojamiento semiesférico que tu cabeza recién nacida parecía necesitar, la derecha con la palma extendida y el brazo convertido en cama. Y sin embargo sigo sin saber qué ha pasado con estos trece años y medio que me separan de ese día. Lo único que puedo asegurar es que he caminado por un pasillo de tiempo que tenía el suelo deslizante. Cada paso de los míos lo multiplicaba por otra cosa, de ahí la dificultad, puesto que desconozco la unidad de tiempo utilizada. La memoria está mal planteada. Sus caprichos fijan unos detalles intrascendentes y hacen desaparecer otros. Pero no lo sé. Todo esto lo digo un poco de oídas, aturdido, escuchando medio escondido el murmullo que hace mi conciencia cuando se para a charlar con alguna parte no oficial de mí. Habladurías de pasillo de tiempo y un hombre con las manos rígidas haciendo de estatua. Anoche, cuando bajaste del autobús y me abrazaste, tuve la sospecha de que todos estos años que han pasado de forma tan incierta se fueron, al menos, cargados de algo. Un padre es un agricultor que vive del intrusismo laboral. Alguien que gracias a las alegorías es capaz de ser representado mentalmente sujetando una tobera por la que sale el trigo. Un polvo denso tapa el sol. Los vagones van pasando, se van cargando. El tren avanza y él lo mira orgulloso, con los brazos en jarras, pasándose de vez en cuando la mano por la frente para quitarse el sudor. Cuando el tren se aleja, el hombre se da la vuelta y se mira las manos, que en un instante y de memoria vuelven a reproducir en el aire la forma que aprendieron.

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