16/6/15

Con la edad se van yendo cosas, o quizá sea uno mismo el que se aleja por desinterés y cansancio. El curioso mundo del marketing, al que pertenezco en días laborables, trata de contrarrestar este hecho de las formas más ridículas, presentando a ancianos que juegan a los bolos, se visten como estrellas pin-up (ellas), corretean como niños por el parque y ligan puerilmente como galanes trasnochados, o peor, como si padeciesen una regresión mental extravagante que les impide dejar de sonreír. Con tal de vender fiambres o pegamento para dentaduras, todo vale. Pero volvamos a la vida real. La pérdida oficial de la juventud, aunque estirada hasta la ridiculez en nuestros días, provoca un distanciamiento cuantitativo respecto a lo que antes parecía ser el centro. A mí me pasó con cierto tipo de música al cumplir los cuarenta, con cierto tipo de conversaciones, con cierto tipo de tonterías que de la noche a la mañana descubres que lo son. Ojalá hubiese un lugar digno para la experiencia. Por ahora no lo veo. Lo malo es que mucho debería cambiar todo para que lo encontrásemos. Nuestro sistema no sabe qué hacer con los consumidores viejos, con los que ya no son tan ávidos ni se prestan a la fiesta con tanta ingenuidad. Imagino que por eso lo de disfrazarlos de monos y que bailen y que correteen por ahí provocando la risa de los que aún son aptos para el consumo. No sé qué pensarían los antiguos griegos de todo esto. Tantos siglos después sólo hemos aprendido a desandar.

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