4/5/15

Hoy tocaba ordenar la biblioteca. Llevaba ocho años, desde que nos mudamos a esta casa, ordenada por los colores de los lomos. Nuria no puede olvidar que es diseñadora gráfica. Fue ella la que los colocó al llegar. Nunca se lo reproché, puesto que si por mí fuera seguirían en las cajas. Pero el caos se ha ido apoderando de los libros e incluso desbaratando el orden cromático inicial hasta convertirlo todo en una selva. Hoy me he dado cuenta de que gracias al desorden he llegado a comprar libros que ya tenía y a reencontrarme con otros que jamás hubiese pensado que un día compré. También he descubierto que no tengo ejemplares valiosos en el sentido físico, aunque para esto prefiero la acepción italiana de “caro”(por querido) a la española, que sólo habla del alto precio pagado. Me gustó volver a tener en las manos la edición en piel de Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Zweig, que compré en una librería de segunda mano en Niza, con sus páginas tan gruesas y ese olor que todavía conserva y que sin dificultad me lleva a recordar la tienda y lo feliz que me hizo pasear por esa ciudad con él bajo el brazo. Hay algo medieval en cualquier biblioteca, una extraña forma de entender que la vida es un invierno muy largo del que sólo nos defenderemos palpando y leyendo los libros que hemos ido coleccionando, una rebeldía contra el tiempo e incluso contra la naturaleza, algo indefinible que pone calma por dentro cuando lo tienes delante. Sé que ninguno de esos títulos de otras bibliotecas dirán a sus dueños lo mismo que me dijeron a mí. Por eso les quiero tanto, a pesar de que estén muertos de risa y polvo como yo, como un grupo de viejas estrellas de cine recién bajadas de un autobús que siguen sonriendo aunque nadie ya les haga fotos. Conocen mi nombre y el del país al que llegaron. Supongo que son esa casa en medio del camino que todos deberíamos tener. Y ahora, seguiré ordenando.

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