8/5/15

Hasta que no entré en el hospital no pensaba que hubiese nadie enfermo en Madrid. Debe ser una defensa que nos regala la vida. O un truco óptico. Avanzando por un pasillo comenzó la película de las camas con ruedas y de los que iban con los ojos entornados, como si las botellas de suero contuviesen un ralentizador de la percepción de las cosas o una monja antigua en estado líquido con curiosidad por bañarse en sangre ajena. Son décimas de segundo. Te quedas con un rostro, como hice yo. La mirada humana ha desarrollado anclajes instantáneos para momentos clave. Mírame, me dijo, no dejes de hacerlo. Sentí que se trataba de un lenguaje común compartido en el tiempo con los que han estado ante un pelotón de fusilamiento o en el barco que se hunde o entre escombros o tras la ventana abierta de un edifico en llamas. En cada mirada hay un código que cifra el dolor. Y pensar que fuera del hospital todo era primavera. De vuelta a casa viajé solo en un vagón del Metro Ligero. Allí sentado pude seguir pensando en lo que les pedimos a los demás con los ojos. Mientras, el tren subía y bajaba del nivel de tierra. Como estaba anocheciendo todo parecía irreal y amistoso, la gama metálica de todos los azules jugando al escondite sobre las superficies pulimentadas del acero y a lo largo de las verjas fantasmales de las urbanizaciones, deshaciéndose en palabras tan desconocidas que nadie hubiese sido capaz de creer aunque dispusiera de mucho tiempo para escuchar mi relato. En todo caso comenzaría contándole que a veces el color azul pone en circulación ofertas para democratizar la belleza. No sé de dónde le vendrá esa idea, pero lo hace. Al meter la llave en la cerradura de casa todavía llevaba dentro aquella mirada.

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