20/5/15

Creo que la división del tiempo en unidades reconocibles sólo es buena para los asuntos funcionales de la vida, como las cosechas o el pago de impuestos. Para el resto de cosas resulta una trampa. Anoche, acostado ya pero sin poder dormir, pensaba en el número de años que tengo, como si tal información sirviera para algo más que para meterme en una cárcel imaginaria y provocarme una tristeza más imaginaria aún. Pensaba luego: “Ya estamos en mayo, aunque parezca que fuera diciembre justo ayer.” Escucharme diciendo algo así me hizo sentir como una abuela pueblerina de novela de Delibes. Después me quedé muy quieto esperando que pasara algo. Dentro del dormitorio no se movía ni un pelo. La luz de las farolas seguía entrando como siempre, sin más énfasis que el que mi melancolía le quisiese dar. Recordé algo que le oí decir a mi padre hace muchos años, quizá cuando tenía la edad que yo ahora. Tras recordar la frase volví a esperar algún milagro: alteraciones súbitas del dibujo del papel pintado de la pared del cabecero, corrimiento de sombras en el techo, o por qué no la entrada en la habitación de un arcángel arcabucero de esos del barroco colonial a los que tanta afición tengo. Afortunadamente (Núria se hubiese reído de mí por presencia tan ñoña) tampoco sucedió. Creo que el tiempo sólo admite impresiones, nunca reflexiones, por mucho que nuestra vanidad se empeñe en convencernos de lo contrario.

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