8/1/12

Lo que amo también envejece. Lo noto cuando miro la solapa de un libro reciente que acabo de comprar y descubro que su autor ya no es el mismo de la novela que compré en 1986. Después la busco en la librería y la miro y también otra que escribió años más tarde. Pongo las tres fotos en línea y compruebo lo que hace el tiempo con nosotros. Menos mal que el interior aguanta. Quizá por eso se decidieron un día a escribir o lo hicieron sin pensarlo y porque era lo único posible en sus vidas. Recuerdo la foto de Leavitt en la solapa de El lenguaje perdido de las grúas: pelo negro y espeso, quizá una chaqueta de recién licenciado que ha leído demasiado a Henry James, también su mirada alejada de la tibieza y sus gafas redondas de cristales grandes que dejaban ver su homosexualidad aún escondida o mal encarada, titubeante en el pudor de ser fotografiado pero arraigada ya en lo que escribía. Hoy, leyendo El contable hindú, veo a un hombre mayor, quizá algo más que yo, con el pelo más gris y escaso y con una mirada cuyo optimismo e ilusión parecen sostenidas con alambres. Desde que empecé a leer novelas tengo la manía de mirar la fotografía del autor cuando leo una frase que me gusta. Es algo infantil. Cualquier sicólogo afirmaría que es complejo de inferioridad o búsqueda del padre o todas esas cosas que nunca son del todo mentira ni verdad. Cuando miro esas fotos intento buscar los ojos, la etimología de la mirada. Me suelen gustar más las novelas de autores que no miran de frente ni muestran poses excesivamente calculadas. Recuerdo una foto de Marías echando humo por una boca entreabierta y un cigarrillo asomando inclinado. Se lo perdono. Todos tenemos nuestros mitos y sé que a él le apasiona el cine negro. Los que miran hacia el vértice superior izquierdo me gustan, sobre todo si la instantánea fue tomada en la calle cuando salían a comprar tabaco y una fotógrafa de la editorial se quedó con ese momento por considerarlo creíble o natural. Somos fotografiados en una milésima de segundo y luego esa imagen resulta ser nuestra embajadora en países desconocidos y habitaciones a las que nunca tendremos acceso. También es la realidad o su doble o su contrario. Después todo cesa. El tiempo se encarga de arrinconarlo casi todo para que quepa lo nuevo. Abre las ventanas, descorre las cortinas y hace limpieza en la casa como cuando un hijo adulto hace balance de la de su padre recientemente muerto. Todo aquello le perteneció: libros, discos, películas, cartas, insignias, un soldado napoleónico, un grabado, un dibujo con ceras en un papel amarillento, un caleidoscopio, un caballo de madera, una flauta irlandesa que alguien le compró en un aeropuerto, una vela que pone París con letras desgastadas, una radio de rejilla. Todo es escrutado y enviado al olvido. Un día mis libros y las fotos de los que los escribieron correrán la misma suerte. Leavitt, Carver y Ford seguirán mirando hacia esa misma cruz indeterminada del horizonte desde sus edades escalonadas, esperando un milagro, una luz, unas manos nuevas que tengan paciencia y quieran saber.

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