2/6/15

En una oficina hay botellas de plástico vacías y tazas con mensajes ingeniosos que uno lee de refilón cuando se acerca la suya a la boca. También hay soportes en carrusel para los estampadores de tinta y pilas de sobres y archivadores de cartón que son abiertos a diario o colocados en armarios blancos donde permanecen en una oscuridad confortable. En una oficina diáfana puedes tener la visión de filas enteras de cabezas vistas desde atrás. Es curiosa la coreografía de movimientos de una cabeza. Recuerda en parte a la pasividad de los grandes reptiles que parecen tomar el sol a la orilla de un río, y lo que hacen en realidad es esperar a que aparezca su presa. Esta voluntad de desayuno perpetuo es compartida por la inteligencia humana en una oficina, aunque la actitud en este caso sea inicialmente más defensiva que depredadora. Las mujeres que se tiñen mucho el pelo parecen desvalidas ante el futuro. Si fuesen conscientes de su contemplación desde este ángulo no se colorarían tanto ni con tanta frecuencia. En una oficina siempre hace frío. Los partidarios del aire acondicionado acaban ganando. Parece que las bajas temperaturas conserven mejor la voluntad del trabajo y fomenten la iniciativa individual. El patrón térmico de los países ricos es el que manda, aunque la oficina se encuentre más al sur y sus empleados no compartan tal filosofía. Otro asunto: la luz. Pocos son los espacios de trabajo que optan por que cada empleado elija su lámpara. Detalles como estos harían más por la productividad que cualquier plan homologado por un experto. La iluminación de las oficinas suele ser directa, de tubos en el techo, quirúrgica, más apta para jugar al baloncesto ante miles de aficionados que para sentirse a gusto. Pero lo más significativo en una oficina es el estancamiento del tiempo. Mientras la vida real produce cataratas y corrientes anómalas, en una oficina se puede disfrutar de tiempo amansado, de superficie tersa y plana, un tiempo gozoso y absurdo que acaba por sacar al más realista de la realidad para convencerle de un idealismo narcisista en el que no existe el dolor. De ahí que al jubilarnos o al ser despedidos de una empresa, lo primero que echemos en falta sea esa contemplación amistosa y llana de las horas que nos mantuvo anestesiados cada día, ajenos al mundo y a nuestro propio cuerpo. La expulsión marca el comienzo de una hégira en busca de ese tiempo calmado que no encontraremos ya.

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