2/3/15

Nada más bajar del tren sentí la desproporción de los vagones respecto al espacio arquitectónico, como si un vehículo del futuro se hubiese metido en una caja de zapatos de hace doscientos años, con su techo de hierros forjados y cristales a dos aguas y las farolas en decadencia que parecían cerillas de niña pobre que nos diesen la bienvenida a Valladolid. De esa misma estación salió mi abuelo en 1921 para luchar en una guerra lejana. Ahora era yo el que llegaba. El taxi atravesó calles mustias con edificios de aspecto sucio. Algo en el aire me hizo pensar que acababan de salir de la batalla del invierno y jugaban a que yo era el general que atravesaba la línea del frente para evaluar las bajas y levantar la moral de los soldados. Casi siempre nuestro acercamiento a la realidad se basa en conjeturas, en juegos alegóricos que nos permiten situarnos en el tablero y decir: Esta es mi misión, esta es mi finalidad en el mapa que piso. Ya en las afueras llegamos a un descampado en el que habían levantado un edificio racionalista, un capricho del porvenir que hablaba de la necesidad de futuro que le imprimimos a todas nuestras obras. Contrastaba con el aspecto dejado del campo de fútbol que, a unos trescientos metros, daba la sensación de pariente pobre condenado a la envidia. Entramos para la reunión. Desde mi silla podía seguir disfrutando de la nobleza longitudinal de Castilla, una gran extensión plana sobre la que es muy fácil desesperarse o concentrarse en la idea del infinito, a la vez que realiza contrapuntos con el que ejecuta esa visión y sólo mantiene una relación finita con el mundo. Acabada la reunión volvimos a atravesar en taxi la ciudad. Como faltaban dos horas para el tren, decidimos tomar algo en un espacio gourmet que habían abierto en una nave antigua de talleres junto a la estación. Puede que allí mismo formaran los batallones en 1921 para ir a África. Ahora había puestos de sushi, mini hamburguesas, vinotecas y un dj que ponía música electrónica brasileña. El tiempo no tiene respeto por nada. En el andén volví a tener la misma sensación de la ida: Una desproporción abusiva del artefacto de morro afilado metido a la fuerza en un escenario del pasado. El Ave tomó velocidad entre rectas de trigo y girasoles, igual que hubiese hecho un atleta dopado y vanidoso buscando dejar atrás sus orígenes provincianos.

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