5/3/15

Llevo días viendo vídeos de cómo cambiar baldosas. En los tutoriales todo parece fácil. Hay en esas piezas un ánimo de hermandad, algo que entiendo como la voluntad de que la experiencia sea un regalo transferible de unos a otros. Resulta emocionante ver cómo un hombre peruano me explica muy despacio cómo manejar una cortadora de punta de diamante. Me contagio de esa palabra tan fea que está ahora de moda: empoderamiento. Mis conocimientos de albañilería aumentan con la levadura de la experiencia de esos desconocidos que miran a cámara mientras cortan, amasan y miden. Veo baldosas avanzando como ejércitos de una nueva civilización. Sólo debo acercarme a una tienda y decir: sé todo lo que un hombre debe saber para cambiar el suelo de su cocina. Pero después llego a casa y Nuria me quita la idea de la cabeza. Te desesperarás, te pondrás de mal humor y la cocina quedará de pena. Tú dedícate a escribir, me dice. Sé que tiene razón, pero su consejo me expulsa de una parte del mundo. Echo de menos ser ese otro que es capaz de poner baldosas y después grabarse en vídeo para completar la cadena de hombres que hablan de sí mismos a través de lo que hacen con sus manos.

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