7/1/15

Las nocheviejas de principios de los ochenta, cuando me disfrazaba de empresario con chaquetas cruzadas azul marino, pantalones de pinzas grises y zapatos castellanos, imaginaba que trasnochar (y por extensión la vida adulta que acercaba ya su dedo al timbre) era exactamente eso que hacíamos: yo junto a otros falsos empresarios adolescentes, mientras las chicas iban vestidas de mujeres, aunque ellas sabían comportarse con naturalidad porque no iban disfrazadas y nosotros sí y esa teatralidad se dejaba ver en cómo actuábamos en esas fiestas en las que si a uno le daban un vaso de peppermint con coca cola debía tomárselo como si fuese agua y no preguntar qué era aquella porquería que tres horas más tarde le haría vomitar discretamente en un baño ajeno de una casa en la que jamás había puesto el pie ni sabía quién era su dueño. Quizá allí adquirimos el don de la improvisación que habíamos intuido en algunas películas de la época o anteriores y eso nos sirvió para comenzar a comprender cómo funcionaba el amor, el sexo o lo que demonios sucediese allí mientras la música sonaba y algunos se quedaban muy cerca del tocadiscos para poner lentas. Entonces se apagaban las luces y comenzabas a escuchar baladas country que misteriosamente parecían hablarte sólo a ti o canciones de la Motown que al contacto con la piel de una chica-mujer hacía que tuviese ciertas premoniciones mágicas sobre el futuro. Miro aquellas fiestas como una ridícula tierra prometida que quedó atrás y que ahora tiene aspecto de solar abandonado que otros comprarán esta noche para construir sus casas.

No hay comentarios :