29/12/14

Paseamos por Granollers al anochecer. Calles pequeñas con casas modernistas que parecen hacerse sitio a codazos entre otras que vinieron después para afear la fila. Una madre africana camina con su hija de la mano. La niña lleva una diadema con luces de Navidad. Las fábricas duermen o simplemente descansan a las afueras, igual que los vagones cisterna de la Estación. Hay días en que todo se posa en una vía muerta y espera. O lo parece. O soy yo y mi estúpido inconformismo hacia lo inanimado: la realidad es un expositor silente, y eso desespera. O será esta religiosidad averiada que añora un alma común, el hilo que lo una todo y al hacerlo le dé sentido. Quizá no haga falta. Quizá el hueco sea la zanahoria que me tocó en el palo. La niña negra se aleja hacia el otro lado de la calle. Las luces de su cabeza podrían ser el vehículo que guía a los aviones que se pierden en los aeropuertos y se olvidan de cómo volar, ¿cómo se hacía? Yo podría ser uno de ellos y no saberlo. Más que inconformismo es sed. Supongo que habrá pasajes bíblicos que hablen de esto con más soltura. Gálatas a los que les fue contado con más sentimiento y sin necesidad de los rodeos que yo doy por calles nocturnas con pequeñas casas modernistas que no tienen nada que decirme, ninguna señal, sólo reflejos de la vida de los que están dentro y que por casualidad pasan junto a una ventana y dejan ver su contraluz, figuras humanas representando vida, improvisando, ellos arriba, yo abajo, la niña alejándose, las fábricas dormidas, los vagones en hilera, la bruma, la boira, la niebla, el entorchado enigmático de un mundo que me recomienda que abra bien los ojos aunque haya días que no tenga nada o casi nada para mí.

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