30/12/14

Las tragedias ajenas nos purgan. Lo decía Aristóteles. Y no porque nos hagan más cautos y esas emociones nos enseñen la calamidad de la vida humana y repriman la soberbia de la nuestra. Funcionan porque mientras asistimos al espectáculo, nuestro depósito de tristezas se vacía y abandonamos los pensamientos agrios y olvidamos nuestra fragilidad. Supongo que se refería a las tragedias que dieron origen al teatro, no a las del vecino, al hijo muerto, a los que venían cambiados de la guerra, a las enfermedades de los otros y a sus desgracias, que también lo son pero vienen marcadas por algo insoportable: la realidad. Me pregunto si todo el gigantesco aparato del arte y las historias que inventamos quizá sean sólo una cortesía hacia nosotros mismos, algo con lo que ocultar la alegría inconfesable de asistir a un entierro y pensar: no soy el que va en la caja, no soy el que ya no está. Nunca había pensado en esta función social de la ficción, pero existe. Quizá la civilización consista en aprender a engañarnos cada vez mejor para estar un poco más cerca de quien la vanidad nos dice que debemos ser.

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