29/12/14

Está de moda que las personas cultiven su propia marca, que todos seamos una idealización más en este fantasioso mercado persa de las pantallas táctiles. Debe ser que nos hemos tomado demasiado en serio la revolución digital y los nuevos perfiles sociales y que a consecuencia de ese espejismo nos veamos ridículamente en posición de cultivar nuestro personal branding como seña de identidad. No hace falta que sepamos quiénes somos. Lo importante es la imagen que demos a los demás. Nada más zafio e innecesario. De ahí que nos veamos obligados a una transparencia de centro comercial, como si nuestras virtudes fuesen mercancía expuesta a la vista de otras personas que quizá se interesen por ella y acaben comprando. Y con la honestidad comercial llega también la simpatía comercial, deplorable y ñoña, y desgraciadamente tan frecuente a diario en nuestra relaciones. Todo este teatro barato apesta. Y lo peor, arrasa con los valores más básicos de nuestra naturaleza. Parece que ya no quede hueco para la contradicción, la delicadeza, la vulnerabilidad o la cortesía y que lo importante sea la efectividad personal, la contundencia de una puesta en escena que nos convierta en agentes emprendedores, innovadores y renovadores de no sé qué bobadas que a su vez sólo hacen que clonarnos y duplicar hasta el infinito lo que todos ofrecemos como nuevo. Otro ladrillo más en el muro de la intromisión de lo comercial en lo privado. ¿Cuántos irán ya?

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