18/12/14

El recuerdo que cada uno tiene de su infancia es condescendiente. Al crecer nos convertimos primero en el hermano mayor del niño que fuimos y después en su padre. Es curioso cómo el paso del tiempo no quiere saber nada del recordado y sí del recordador, al que ha perforado con intenciones artísticas pero resultados despreciables. Están uno frente a otro. El niño tiene manchas de hierba en el pantalón, a la altura de las rodillas. El cielo sobre ambos presenta un tono polaroid imposible de encontrar en la vida real. Los dos se miran. Los dedos del niño repasan los bordes de piel gastada sobre uno de los pentágonos cosidos que forman el balón. Se reconoce en el vicio de despellejarlo creando islas que aumentaban de tamaño cada día. El adulto, su descendiente anómalo, le mira como si fuera uno de esos botes de mermelada tan caros que uno encuentra en los escaparates de algún país nórdico. No se atreve a tocarlo. El tiempo le ha convencido de que es un objeto de exposición, no a la venta, no apto para el contacto humano por mucho que los dedos sean los suyos pero vistos desde otra época, lejanos ya pero emparentados por las mismas expresiones y gestos que vienen de largo y casi podrían ser representados en espejo. Entonces el adulto se retira, da un paso atrás, el mismo que le hubiese ordenado el vigilante de un museo al percibir su intención de tocar un cuadro.

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