18/12/14

Cada existencia tiene su propia espada que pende de un pelo de crin. Aún así, todos queremos ser Damocles y buscamos a nuestra manera la larga mesa de banquete de la que hablaba Horacio, donde se celebraban los festines de Sicilia con su dulce sabor y el canto de los pájaros y los acordes de cítara que una vez escuchados ya no devolvían el sueño, puesto que la espada siempre estaría afilada y pendiente. Cambia la época y la decoración y hablamos de un despacho mejor o del puesto en una cama junto a alguien o del asiento en un coche ajeno con el que nos cruzamos a diario y no podemos evitar que la mirada se pegue a él y juegue a ser inocente flecha con ventosa e hilo del que tirar y decir: ahora es mío, vete, lo tuyo me pertenece porque con lo mío ya no siento nada. Queremos suplantarles pero no vemos la espada desenvainada sobre sus cabezas aunque no sean reyes ni haya conspiraciones en su contra, ni falta que haga, sino que están ahí como simple producto de su existencia, una consecuencia que sobrellevamos todos, la sombra que desarrolla el miedo a un peligro o a todos juntos o quizá el precio de una felicidad asustadiza que se asoma a ratos y luego se esconde con una sonrisa pintada que recuerda a las parejas tirolesas de los relojes de cuco. Y así otros también querrán el lugar que ocupamos: mesa, despacho, camisa, silla, butaca, sitio en la cama y almohada en la que ver posado el pelo de alguien que duerme, para que su brillo nos diga por un momento que no existe tal espada.

No hay comentarios :