16/9/14

La meta

A alguien se le ocurrió que la solución consistía simplemente en adelantar la línea de meta veinte kilómetros, y ya se sabe lo rotundos que llegan a sonar ciertos adverbios cuando uno lleva tantos meses en un callejón sin salida. Era sencillo. Brillante. Además, nadie se quejaría, porque nadie había llegado nunca hasta allí ni sabía que forma tendrían las cosas al cruzar la meta. Tras los prolongados abrazos de los responsables de la carrera se anunció que ese mismo día se correría la última etapa. La gente recibió la noticia con descreimiento. Habían escuchado ya eso mismo en boca de fabricantes de sopa instantánea y en la de más de un mesías advenedizo que buscaba hacerse un hueco en el mercado de las ideas. Pero por mucho que la noticia sonase ya manoseada, triunfaron las ganas de creer. Aquella mañana todo el mundo sacó lo que le quedaba de bicicleta, muchas remendadas, otras a las que le faltaba el manillar y eran conducidas como en un torno de alfarero con el eje encallado. Hasta los había que corrían en monociclos e incluso en bicicletas imaginarias cuyo pedaleo recordaba al coche de esos dibujos animados. Todos, unos con más fe que otros, emprendieron la ascensión al puerto en el que decían que terminaba por fin la carrera. Uno de los responsables había sugerido pintar el bosque entero de rosa para infundir más ánimos a los corredores. Otro le dijo que su color natural, el verde, ya simbolizaba de por sí la esperanza, a lo que el primero le contestó que el verde hablaba de la vieja esperanza, mientras que el rosa era la viva imagen de la nueva, de esa que ellos debían transmitirle a la gente. Y funcionó. El ritmo fue bueno durante la primera hora. Ascender por un bosque rosa es como hacerse pequeño de pronto y escalar la tarta que encargaría una niña de seis años para su boda. Cuando el primer pelotón cruzó la pancarta comenzaron a sonar los himnos mezclados con las musiquillas machaconas de los patrocinadores. Se soltaron miles de globos. Hubo discursos y actuaciones de ventrílocuos que hacían humor de todo lo que había quedado atrás, de los que abandonaron la carrera, de los que tuvieron que cambiar de país, de los desahuciados, de los que se quitaron de en medio por la vergüenza de haber tenido que vender la bicicleta para que a sus hijos no les faltase la botellita de bifidus activo en la merienda. La gente reía a pesar de estar celebrando que no habían llegado a ningún sitio. Parecía que alguien les hubiese borrado la memoria con sólo pronunciar una palabra. Eran así y lo serían siempre. Ninguno de ellos conocía otra forma de sobrevivir.

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