6/8/14

Llevaba toda la semana pasando por delante de la oferta del vino blanco con aquella etiqueta de una vid dibujada con ramas que parecían enroscarse en torno a un sol de caramelo. Le producía cierto optimismo verla allí junto a otros productos que no le decían nada o que simplemente cumplían una función alimenticia, de supervivencia, a la espera de manos arrugadas o no, estilizadas o cansadas, que las depositaran en un carro. El hecho de que además sólo costase 4,99€ le animaba a pensar en un pequeño lujo. La imaginó bien fría sobre la mesita de la terraza, junto a dos copas que al atardecer le ayudarían a revisitar ese país olvidado en el que vivía su intimidad. Ahora sólo tenía que atreverse a invitar a la mujer que se venía sentando en el banco del parque con él desde hacía cuatro meses. Las primeras veces fue él quien aprovechando el simple movimiento de una nube se lanzaba a esas observaciones neutrales que sirven para empezar a hablar con los desconocidos. Durante las primeras incursiones ella mantenía las manos enlazadas sobre el bolso y tensaba un poco los dedos antes de contestar con un sí o con un parece que mañana cambiará el tiempo. Después ya fue ella la que, lejos de consideraciones atmosféricas, se lanzó a interesarse por su vida y por los casi ocho años que llevaba viudo. Todo ese tiempo, según una atropellada confesión que le hizo una tarde de finales de invierno, le había sabido igual que la carne de un níspero en la boca que alguien le hubiese obligado a masticar hasta que ya no sintiera nada y que no enviara finalmente más información a su paladar que la que envía un litro de gasolina a un motor de combustión. Pero aquella vid cuyas ramas abrazaban al sol le quería decir algo, quizá que la cogiese en su mano como los grandes emperadores tomaban el cetro cuando posaban para ser inmortalizados. Un hombre, sujetando una botella de vino blanco, que había decidido volver a salir sonriendo en su propio cuadro.

No hay comentarios :