23/8/14

Hace cuatro años escribí un libro de relatos (ahora lo sé) bastante malos. Un amigo hizo generosamente de puente con un editor o editora de Alfaguara. A las cinco semanas recibí un email de dos líneas que decía que los cuentos parecían estar bien escritos. Nada más. Las otras tantísimas veces que releí aquellas líneas no hicieron que variara el mensaje ni introdujeron hilos nuevos de los que tirar. Parecían estar bien escritos. Como el que entra en una carnicería y, señalando una pieza de carne, le dice al carnicero: parece ser tierna, y después desaparece dejando a este con el cuchillo en alto y los ojos muy abiertos. Así pasaron algunos meses. Yo, mientras tanto, seguía sin saber qué hacer con el cuchillo e intentaba que los párpados regresasen a su vida anterior a los asombros. Lo bueno es que todo aquel tiempo (incluso más allá de lo que confieso que duró) permanecí en estado de alerta involuntaria, el único tiempo que merece la pena cuando escribes. El cuento que daba nombre al libro, La ciudad de los chistes malos, comenzó a cambiar en mi cabeza, a alargarse más allá de la verja que le coloqué en su momento con absoluta precipitación. Hablaba de un vendedor a domicilio de productos cosméticos en los años setenta. Vivía en un barrio obrero de la periferia de Madrid. Un mujeriego triste que un día acude por pura cortesía al velatorio del hijo de una vecina que había muerto accidentalmente. El relato hablaba de la fuerza magnética de ese hecho y de cómo le condicionó después. De lo que más orgulloso estoy es de la atmósfera que fui capaz de crear. Casi de lo único. No me sentí ajeno a esa tristeza puesto que el personaje tenía de alguna forma mucho que ver conmigo. El otro día volví a una parte de la historia de la que no supe hablar. Entré en la habitación del niño. Me senté frente a la caja blanca sobre la colcha del ajuar que había puesto su madre, en vez de la de las anclas, la suya, que a sus ojos habría resultado impropia. Hundí la mano en el colchón de gomaespuma y la caja se balanceó como un barco. Los muertos de los libros acaban siendo barcos anclados en medio de un mar muy espeso. Se quedan ahí hasta que decides moverlos para que sigan navegando y lleguen a donde tienen que llegar. Estaba sentado frente a mi error y a mi posibilidad, los dos juntos, ambos mirándome y respirando el poco aire que queda en la habitación de un niño que lleva tantos años muerto.

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