20/8/14

En el Libro del Génesis no queda muy claro, pero se deja entrever que el propio Dios apareció de noche, sigiloso, y le arrancó una costilla al hombre que había fabricado días atrás. Con ella en la mano (creamos en el realismo mágico) volvió a su laboratorio y fabricó a otro ser al que le dio el nombre de mujer. Con estos hechos, además de narrar el origen de la presencia femenina en el mundo, estamos ante una teoría que podría explicar el origen del dolor. Imaginemos a Adán que se despierta sin su costilla. Dejemos a la elección del lector que la extirpación fuese metafórica o que incluyese algún proceso quirúrgico primitivo. Cirugía y teología mirándose a los ojos en plena noche al comienzo de todo. Aunque nos decantemos por el primer escenario, la sensación del hombre sería muy cercana al horror. Por primera vez asistía al vacío. Ninguna otra noticia hasta la fecha le había hecho caer en la idea de la pérdida. Su mano recorriendo el costado, palpando la hendidura redondeada que preferimos imaginar, en vez de una costura rudimentaria o el resquicio de un corte brutal realizado con el filo de una piedra. Sólo con la llegada del nuevo ser recuperaría la esperanza de su antigua plenitud. El problema es que ahora debería ganársela hasta reconocerla parte de sí mismo, como antes de que su creador inventase de golpe la soledad. Para mi gusto, la expulsión del Paraíso se produce esa misma noche o a lo sumo al amanecer, cuando la mujer recién creada se tendiese junto al hombre sin entender tampoco nada. Ahora eran dos soledades asustadas. Sería muy fácil acusar de machismo a los autores del Génesis, pero haciendo el ejercicio de trasladarnos a su época podemos pensar que, más allá de la tosca apología sexista, nos pusieron, sin saberlo, ante el nacimiento literario de la conciencia.

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