2/8/14

Con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados pensaba que el mundo que en ese momento veía dentro me pertenecía sólo a mí, que las gotas de agua que rodaban por el rostro de Mireia cuando vino a darme un beso al salir de la piscina no estaban en el recuerdo de nadie y sólo yo tenía la llave para que volviesen otro día, una y otra vez, cuando lo necesitase, dentro de muchos años o a la mañana siguiente, nada más abrir los ojos para regresar al carril que hace el tiempo mientras dormimos. También vi el rectángulo de hierba y sobre él la explosión de alegría silenciosa que trae la vida a veces cuando es pensada y celebrada en trozos muy pequeños. Recuerdo algunos de las que puse encima esa tarde: si agosto fuese un circuito de carreras tendría las curvas muy peraltadas y ofrecería siempre la posibilidad de circular sin mirar la aguja del salpicadero, ganándole rabiosamente grados a una circunferencia que no tiene fin, las manos enguantadas en mitones de cuero gastado color tabaco, la luz que entra por el parabrisas y hace de copiloto, un resplandor que parece tener sus propias historias que contar también: un verano, hace mucho tiempo, la memoria copió los planos de ese circuito, por eso da vueltas sin llegar aparentemente a ningún sitio, aunque en cada una vaya sumando algo que al intentar ser definido se encuentra con un balbuceo. Un hombre con la cabeza apoyada en una almohada mientras sus pensamientos circulan a una velocidad indefinida por una réplica de Le Mans que se conecta, a través de una larga recta subterránea, con la piscina de la que mi hija salía para besarme antes de dormir.

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