20/7/14

Los términos generales de propiedad que atribuimos a todas las cosas, en el caso de la escritura funcionan al revés. Al escritor no le pertenece lo que escribe, sino que es él quien pertenece sin saberlo a sus palabras, pero sólo en la medida en que consiga hacerlas suyas, reconocibles como voz. Quizá por eso la literatura sea tan justa con los que la fabrican. En silencio y con el tiempo se encarga de colocar a cada uno donde se merece.

Acabar perteneciendo a lo que escribes implica aceptar cambios sustanciales en tu forma. Pasas de un cuerpo tridimensional a otra existencia igual de plena pero cuyos límites desconoces. Un cuerpo no escribiente sabe agarrar una taza. Sabe que la electricidad es necesaria para preparar el café, pero también ha aprendido a no meter los dedos en el enchufe si quiere seguir viviendo. Las reglas físicas son nítidas. Para un cuerpo escribiente todo cambia. Las relaciones con el espacio habitado son diferentes en cada ocasión, hasta de una frase a otra varían haciendo que todo deba ser planteado como si se tratase de la primera vez. Al escribir, tus dedos van solos al enchufe con la naturalidad del que mete la llave en la cerradura. ¿Qué hay de espacial? Sólo es un hombre entrando en su casa. No es sólo la idea de tiempo y espacio lo que cambia. Se trata de asumir un mundo nuevo que te eligió precisamente a ti como creador. Algo tuyo y no tuyo. Un mundo en obras que cada noche cubres con una sábana y a la mañana siguiente descubres intentando que tu visión sea a la vez lo bastante panorámica y humilde como para entenderlo.

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