30/7/14

1

Hay una hora en la que todas las mujeres del mundo duermen. Yo me levanto más temprano para ver a las que tengo cerca. Entro en sus habitaciones sin hacer ruido y las miro. El amanecer suele ser bondadoso con casi todos, pero con ellas se excede. Quizá le pasa lo mismo que a mí: siente una inexplicable y tonta devoción por las mujeres que duermen. En días así me gustaría vivir en un castillo y tener un dragón en el foso que vigilara su sueño. Saldría a caballo antes de que se despertasen. No hay mayor gloria que los primeros reflejos del sol en una armadura. Detrás de mí va un soldado con mi estandarte. El tiempo es de los que cabalgan. Paramos a comprar pan en un chino. Me quito el yelmo y miro al hombre asiático con esa camaradería que da el silencio. Cojo un huevo de chocolate sin quitarme el guantelete de hierro. Al hacerlo pienso en la fragilidad del amor y en las lecciones que aprendemos de las mujeres. Volvemos al castillo atravesando el húmedo corazón de un bosque que sólo conozco yo. Las manos de los árboles me empujan al pasar. Vuelve a casa, dicen, antes de que tus mujeres despierten.

2

Al llegar al castillo desmonté en el patio y cogí el huevo de chocolate. Lo agité un instante en la mano para escuchar el ruido hueco que hacía la sorpresa. Desconozco la manera en que el comerciante asiático consigue meter allí dentro el juguete desmontado o si le provee un mago que los vende ya hechos. Poco sabemos del mundo y de las cosas que nos asombran. Cuando despierte mi hija y se lo dé lo recibirá sin el extrañamiento que a mí me produce. Las novedades del mundo nunca asombran a los recién llegados, que las ven con la normalidad de haber estado allí siempre esperándoles. Hay una canción muy delicada que tocó mi mujer hace días con su laúd. Dice que se la escuchó cantar a una criada nueva que tiene la piel y los ojos muy claros. Recuerdo un trozo que decía: “Este dolor es como mi sombra, me sigue al vuelo y vuela si lo sigo. Me acompaña y hace lo que hago.” Mientras la cantaba yo estaba de espaldas, con la vista perdida en el bosque. Me dieron ganas en ese momento de mandar talar todos los árboles o prenderles fuego, no para complacerla sino por la rabia de no saber qué hacer con su dolor. Los hombres nos desconcertamos con la tristeza de las mujeres y sólo podemos tensar los dedos cuando permanecemos con las manos cogidas a la espalda esperando que la nube pase. Este dolor es como mi sombra, decía. Resplandores de hachas en un bosque. Soldados con antorchas. Lobos que en el cristalino de sus ojos muestran reflejado el horror del mundo. Me sigue al vuelo y vuela si lo hago, decía. Creo que el comerciante asiático copió el mecanismo del corazón de las mujeres para fabricar su huevo. La mía lo agita con las cuerdas de un laúd para que descubra su sorpresa.

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