10/7/14

Esa supuesta capacidad para descubrir la belleza de las cosas no te hace ser mejor persona, igual que no se podría encumbrar moralmente a nadie que es capaz de distinguir la última fila de letras de la pantalla luminosa del optometrista. Simplemente naciste pudiendo verlo, sin guiñar los ojos, sin vacilar entre la ene o la eme, sin darle más importancia que el puro chequeo rutinario y el placer sumiso del que espera la orden de responder. Si convenimos en el don deberíamos saber que ninguno viene sin factura. Todo talento te acaba envolviendo en film alimentario que a cada paso da una vuelta y te rodea hasta producirte la asfixia. Es cierto, puede que tu conducta habitual sea la de ser mosquitera en la ventana, el filtro que atrapa los insectos más raros que de otra forma nadie vería. La mosquitera hace una reverencia vanidosa y muestra su colección al público. Bien. Tras la admiración se disgrega la audiencia y te quedas solo con tus cadáveres. Diseccionar un mosquito en soledad puede que sea la actividad más necia del mundo. Pero la llevas a cabo con esa alegría infantiloide que acompaña a casi todos tus actos. Lo que se posa en un plato de la balanza es contrapesado con las piedras que tú mismo te recetas. Piedras contra el olvido. Piedras a favor de tu destrucción. ¿Cómo llegaste? Fue lento. Supuso descubrimientos falsos, la decisión de vagar, la de alejarse del centro metafórico de todas las dianas que te pusieron por delante, y de tantas otras que tú, sin necesidad, sumaste a la fiesta. Vale. Llegados a este punto sabes algo de ti. Has desarrollado cierta habilidad para levantar la alfombra y descubrir tesoros entre las pelusas. No te hace mejor que otros ni te ofrecerá embarcaciones vip en un supuesto naufragio. Pero lo haces. Lo sigues haciendo con la histeria del que sabe que cuando cese el automatismo se acabará su vida.

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