8/7/14

El Santiago Bernabéu estaba a las afueras, en un descampado al que sólo llegaba un tranvía que los días de partido iba hasta los topes, según decía mi padre, que por aquellos días tendría veinte años, veintipocos a lo sumo, y sería uno de los apretujados que viajaban Castellana arriba por donde la ciudad empezaba a estirarse y ya nunca dejó de hacerlo. Pero hace tanto tiempo de todo esto que parece un cuento, algo que alguien le contó a alguien en un mundo inventado como entretenimiento para inviernos largos. La juventud de mi padre se desarrolló en blanco y negro. Nunca hemos hablado del tema, pero lo sé, no hace falta que me lo diga. He visto fotografías suyas posando con un bigote fino de los que se estilaban, sujetando un cigarro, luego con mi madre, los dos tan jóvenes que nunca entenderían que fuese a existir alguien nacido de ellos que miraría esa imagen y se buscaría extrañado en sus rostros. Los que iban en el tranvía hablaban de un argentino que había fichado el Madrid, un tipo diabólico que hacía cosas diferentes con la pelota. Había otro que le acompañaba, Gento, que después fue vecino nuestro y lo veíamos a menudo paseando a un perro pequeño y ridículo. Cuando nos lo encontrábamos mi padre siempre me decía lo mismo: este hombre del perrito tiene seis Copas de Europa. Me lo decía a mí para que lo oyese él, ese juego a dos bandas tan español con el que se hilan tantas conversaciones. Gento sonreía sin muchas ganas, un gesto telegráfico que imagino que fabricó en serie durante años. Creo que cualquier gloria acaba perdiendo el color, independientemente de su época. Toda imagen se acaba lavando sola, y si pudiera se frotaría ella misma con ácido hasta desaparecer. Es la rabia por no poder negociar con el tiempo. Ayer, cuando me enteré de la muerte de Di Stéfano, pensé inmediatamente en mi padre pero no me atreví a llamarle porque no hubiera sabido qué decir ni cómo se habla de los que se van de pronto llevándose un trozo nuestro.

No hay comentarios :