29/7/14

Adán y Eva habían cruzado hace tiempo la línea que separa el sobrepeso de la obesidad. Ella no hacía más que comer chocolate y darle al hombre mientras veían la tele, además de las tartas alemanas de almendra que compraban por Internet y que les traían todos los jueves a casa en una furgoneta de FedEx. No tenían necesidad de practicar el sexo porque hallaban más placer deslizando sus dedos por las columnas de cifras de sus extractos bancarios libres de impuestos. Vivían en una casa muy grande a orillas de un lago. Su único vecino era un antiguo campeón del mundo de fórmula 1, que ahora tenía la piel muy estirada y parecía siempre que le costaba andar por culpa de esos pantalones tan estrechos. Todos los meses visitaban la clínica del Doctor Widmer para el tratamiento. Los dos tumbados en aquellas camillas frente al bosque, mientras la máquina bombeaba en su sangre la solución de oro hidrogenado con extractos de placenta humana que, según él, les acercaría a la inmortalidad. Muchas noches, sentados frente a la gran pantalla de plasma del salón, masticaban sus onzas de chocolate con la tristeza del que sabe que Dios no existe o que, de ser así, jamás perdería su tiempo en localizar a dos cincuentones en un mapa y presentarse allí para decirles: fuera de aquí ahora mismo. Pero era una sensación con la que se podía seguir viviendo, nada más que esa extraña nostalgia de Dios que sienten las personas obesas que comen demasiado chocolate.

No hay comentarios :