20/6/14

Tras la derrota de España he pasado una noche de absoluta normalidad. Me acosté a las once, con sueño, pero con mi radio pequeña bajo la almohada para escuchar a alguien que hablara del partido mientras yo cerraba los ojos. Hay algo muy dulce en la asistencia fantasmal a los dramas ajenos, muy parecido a comer pipas en un velatorio sin que nadie te reprenda e incluso echando las cáscaras dentro del ataúd o sobre la cara del muerto. Lo malo es que me dormí enseguida y me despertó una voz de madrugada que hablaba de otra cosa. He desayunado bien. Dos cafés y un sándwich caliente de queso. ¿Qué habrán desayunado los jugadores? Quizá ellos también escupieron pipas al muerto pensando que la desgracia no es de nadie, sólo de una marca, una invención colectiva a la que se le pone una camiseta para agilizar la identificación. Saber que casi todo lo que nos rodea es una marca tranquiliza. Este estado de constante comercialización también tiene sus ventajas. Nada más acabar el partido me sentí como el que lee que Coca Cola ha bajado un 3,57% sus ventas en España. Noticias compatibles con el sosegado transcurso de la vida privada. Ayer en el Hipercor de Pozuelo vi una sección entera abarrotada de productos de La Roja. Esta noche lo habrán cambiado ya por otra mercancía menos vulnerable. Así debe ser. El corazón se cura con asepsia y respirando el olor a desinfectante de los quirófanos. Las emociones que consumimos son ficticias y cada vez tienen esperanzas de vida más cortas. La inteligencia del sistema se calcula en base a la previsión. En la crónica del partido de El País titulaban “España fue el Titanic”, pero el de verdad venía escondido en el primer párrafo: “Mañana será ayer”. Quizá se lo censuraron, o puede que el propio periodista se apiadase de una parte de sí mismo que todavía siente devoción por el tacto enfermizo de los recuerdos. Mañana siempre acaba siendo ayer.

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