11/6/14

Sea por benevolencia o por simple egoísmo, esperamos siempre de los demás el mejor relato, el que confirme que en vida ajena operan las esperanzas que quizá en la nuestra titubean o son tan inconstantes que a veces nos cuesta reconocer a pesar de la presión del pulgar en su muñeca buscándole el pulso. También, o por eso, lo esperamos de la nuestra, la mejor historia posible que contarnos al oído cuando todo es oscuro y la intención de esas palabras se vuelve necesaria. Interrumpido el relato, perdida la voz que lo sostiene, lo mejor es cantar. Y no hablo de hacerlo ante otros, en una sobremesa, costumbre muy extendida en culturas del norte, sino para uno mismo, único público al que consolar por medio de una melodía a la que no se le juzgará su virtuosismo ni la verosimilitud con la original, sólo la infantil exaltación de nuestro ánimo. Cantar por devoción. Cantar a favor o en contra del misterio. Cantar para continuar el camino, independientemente del lugar en el que nos encontremos: zonas de bosque bajo, pasillos de hospital, aparcamientos subterráneos en los que empujamos un carro de hipermercado, ascensores, praderas sembradas con mesas idénticas en hilera y ordenadores convertidos en espejos de días laborables, cuartos de basuras, bordes rugosos de piscinas, vestuarios, terrazas cubiertas, bazares chinos en los que descubrir cómo olerá el futuro. En cualquiera de esos espacios comprenderemos que la alegría de cantar forma parte del relato.

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