7/6/14

Reconocía la llegada del verano en señales que otros no comprendían o les parecían ridículas por lo menores e intrascendentes. En el universo que delimitaban los cuarenta o cincuenta centímetros entre el suelo de la casa y sus ojos, cuando estaba tumbado boca arriba, o un poco más si es que estaba sentado, encontraba todo lo necesario para asegurar que ya estaba allí, en medio de todo y dispuesto a entregarle su alfabeto en clave para las largas conversaciones de la siesta. Acabado el colegio su madre hacía gazpacho, y el olor recorría el vericueto de pasillos y esquinas hasta llegar a su nariz. El perfume resultante de la mezcla de todas esas hortalizas se deshacía en el aire caliente y hasta diría que en una luz poblada de partículas amistosas que podía ver simplemente haciendo foco visual en un punto indeterminado del salón, en su invisible eje geométrico sobre el que giraba esa realidad de la que sólo un habitante de la casa participaba. Las junturas del suelo, las bisagras de las puertas, los bajos de visillos y cortinas, las patas de las mesas, la forma en que ciertas tiras de papel pintado con arabescos de flores y relieves de cenefas acababan silenciadas por los rodapiés, todo el conjunto de lo que ahora recuerda, y quizá lo que la memoria ha tachado con impostura, contenía la información necesaria para entender la llegada de la estación más larga. Los balcones que daban a la calle principal tenían las puertas abiertas. Madrid permanecía fuera. Madrid o como se llamase aquella composición de ruido, corrientes de viento y copas de árboles cuyos nombres nunca necesitó saber, a pesar de que no pasara un solo día en que su consideración hacia ellos fuese de familia muy allegada.