16/6/14

Mirar al cielo, lejos de toda retórica positivista, es un ejercicio de humildad. Hay que hacerlo hasta que sus tripas sean visibles, y después intentar que la mirada vaya más dentro y más allá. No conviene asustarse ni retroceder a mitad de viaje. Hay que llegar hasta el punto en que lo azul se vuelve negro y quedan desactivados los cantos y las estaciones, donde la poética se adelgaza hasta lo básico: frío, temblor y campos de flores quemadas cuya contemplación nos permite escuchar al animal que chilla dentro. También está la opción de no hacerlo. Mirar un rato y ya está. Bajar la vista como el que asume el estupor producido por la entrada de un emperador en una catedral vacía. Bajarla y seguir a nuestras cosas: el verano, la ducha de la piscina que gotea, ese intenso aroma a vida soluble que se hace realidad al mover una cuchara que no existe.

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